22/04/2015

La noche es demasiado peligrosa

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La noche es  demasiado peligrosa

Ha venido a despertarme como cada mañana cuando ya estaba amaneciendo. Como si se hiciera tarde para algo, como si ya fuera la hora de abrir los ojos y observar el progreso furtivo de la claridad en la habitación, el leve viento fresco en la persiana echada, en la ventana abierta, en la cortina que anoche no cerré del todo. Ha venido como posando una mano en mi hombro, o en mi pecho, sacudiéndome apenas para desprenderme del sueño, sabiendo que no hace falta mucho, que me despertaré en seguida, con un sobresalto, a pesar del silencio. Pero ya antes de despertarme estaba aquí y se me había infiltrado en la conciencia dormida, me había inoculado semillas o indicios de su presencia. Roza con una mano, araña sin herir. Tiene un hocico que indaga en la oscuridad. Es una sombra y tiene cuerpo. Entra en el dormitorio sin empujar la puerta y se ha quedado toda la noche en él, a un lado de la cama, como un médico o un enfermero observando al paciente dormido. O quizás en el rincón del fondo, el que permanece a oscuras cuando abro los ojos por primera vez, un visitante discreto que ha pernoctado en el sillón incómodo donde dejo la ropa, confundido con ella, dormitando apenas, despertando con alarma por un movimiento mío, unas palabras no inteligibles que he dicho en sueños, quizás alarmado yo también por esa presencia de la que no soy consciente porque estoy dormido y sin embargo inquieta a la parte de mí que nunca descansa del todo, la que le pertenece. Nuestra especie diurna casi nunca ha podido dormir tranquila. La noche es demasiado peligrosa, habitada por depredadores que a diferencia de nosotros ven en la oscuridad. Grandes animales carnívoros en las sabanas de África. Felinos de ojos fosforescentes que se acercan en silencio. Sombras en blanco y negro contra una pared. Una noche, hace muchos años, en Mágina, en la calle Fuente de las Risas, en la casa de mi padre, en una habitación alta, mi cuarto de entonces, una noche de insomnio, en verano, la luz apagada en la mesa de noche, y enfrente el balcón abierto, el balcón que daba al corral y al huerto, el huerto grande donde mi padre aprovechaba cada palmo de tierra para sembrar algo, calculaba la orientación para elegir las zonas más expuestas al sol y el desplazamiento de la sombra de los árboles, cada uno tan singular para él como una persona, un amigo, el nombre genérico como el nombre de alguien, la higuera, el granado, el ciruelo, el membrillo. Esa noche me había quedado leyendo más allá del último sueño, y cuando apagué la luz me di cuenta de que era como haber llegado a una estación justo cuando el último tren acaba de irse y no hay nada que hacer, no queda nadie en la estación, la cantina desierta, la taquilla cerrada, es una de esas estaciones antiguas que estaban en las afueras de una ciudad demasiado pequeña en la que nada está abierto a partir de una cierta hora y nada vuelve a abrir hasta un poco antes del amanecer, aunque en la noche todavía cerrada empiezan a verse luces en algunas ventanas, ciudades por las que yo anduve cuando era muy joven y se me han olvidado, en las que dormí en pensiones o no tuve dinero para pagar una pensión y estuve dando vueltas durante toda la noche, después de tomar un café con leche en el último bar abierto y de quedarme solo en él hasta que el camarero fatigado terminó de barrer y me dijo que era la hora de cerrar, el camarero muy pálido y con mala cara a la luz inmisericorde del neón, y yo salí a la calle y me abrigué contra el frío y busqué cuanto antes el cobijo de la estación, el cobertizo iluminado, o era verano y me senté en un banco de un parque en una noche de aire cálido inundado de olores, los olores nocturnos del jazmín, la madreselva, las celindas, los galanes de noche, el azahar, en una época en la que viajaba mucho en autostop, sobre todo en verano, y no era infrecuente que me quedara tirado en lugares que no conocía y en los que no tenía ningún motivo para estar, pueblos de paso donde me había dejado un conductor y en los que no había encontrado a otro que me llevara, porque se había hecho de noche.

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